El escepticismo presidió los preliminares de la cumbre del clima de París, conocida como COP21, pero la urgencia del asunto ha terminado imponiéndose. Sabedores de lo que estaba en juego y del desgaste que supondría ante la opinión pública terminar la reunión de vacío o con un pacto endeble y sin compromisos concretos, los casi 200 países participantes han cerrado el primer acuerdo universal de lucha contra el cambio climático. De esta manera, todos ellos se han comprometido por escrito a avanzar de forma común hacia una economía baja en carbono. El llamado Acuerdo de París, desgranado a lo largo de 11 páginas y otras 20 de desarrollo, establece un marco conjunto de medidas vinculantes a largo plazo que tienen como objetivo impedir que la temperatura del planeta aumente más de dos grados a finales de siglo respecto a los niveles preindustriales.
Los países firmantes fijan en grado y medio el aumento de temperatura que no convendría superar para que los impactos del calentamiento global no deriven en catástrofe. No obstante, el documento final es vinculante pero no en su totalidad. No lo son, de hecho, los objetivos nacionales de reducción de emisiones con gases de efecto invernadero, tal y como pretendían China, Estados Unidos o la India. El plazo temporal del acuerdo arranca en 2020 y cada cinco años los países que lo han suscrito deberán revisar sus contribuciones a través de un mecanismo de reporte y rendición de cuentas transparente, con el ánimo de ir mejorando su aportación para lograr el objetivo propuesto y bajo la premisa de que los nuevos compromisos nunca podrán ser menos ambiciosos que los anteriores.
Del párrafo que hace referencia a los objetivos de mitigación a largo plazo ha desaparecido una meta de reducción para 2050, después la descarbonización y finalmente la referencia a la 'neutralidad' de las emisiones que debían alcanzarse en la segunda mitad del siglo. Los nuevos objetivos fijados en el documento final se traducen en que se podrá seguir emitiendo gases de efecto invernadero siempre que estos puedan ser capturados y almacenados geológicamente, además de por el efecto 'sumidero' que poseen los sistemas naturales. Así, el texto reconoce a los bosques como sumidero y menciona la obligatoriedad de preservarlos, con la ayuda internacional que sea necesaria.
Precisamente la financiación de los puntos acordados ha sido uno de los elementos centrales de los debates de París. En el pacto final se recogen las necesidades financieras de la adaptación, un mecanismo de pérdidas y daños por el cambio climático y la acción climática antes de 2020, tomando como referencia las capacidades de cada cual. Concretando más, fija como suelo para la financiación climática un mínimo de 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020.
La voz vasca también se ha escuchado en la cumbre de la capital gala. El lehendakari Iñigo Urkullu, copresidente para Europa de la organización internacional medioambiental 'The Climate Group', que agrupa a países, regiones y estados federados, fue el encargado de dar a conocer la apuesta de esta entidad y de Euskadi para mitigar las consecuencias del cambio climático.
El Ejecutivo vasco se ha comprometido a reducir en un 40% las emisiones de gases de efecto invernadero para el año 2030 y en un 80% para 2050, tomando como referencia base el año 2005. Son compromisos que están en la línea de la Unión Europea y que aparecen recogidos en la Estrategia Vasca de Cambio Climático. La declaración institucional aprobada sobre la materia por el consejo del Gobierno vasco reconoce "la urgencia de incrementar los esfuerzos de reducción" de las emisiones ya mencionadas "y de adaptación a las consecuencias del cambio climático desde el principio de responsabilidad compartida".
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