A estas alturas de su pontificado, pocos dudan ya de las
diferencias entre el Papa Francisco y sus inmediatos predecesores en el cargo.
No se trata solo de una cuestión de estilo, que también, sino, sobre todo, de
agenda, de contenidos, de prioridades. La Iglesia católica corría un serio riesgo de
aparecer íntima y casi exclusivamente asociada a determinadas élites sociales y a ideologías conservadoras muy concretas, y el actual pontífice argentino ha abierto el foco hacia
sectores que se sentían marginados o directamente rechazados por el Vaticano.
Así, Francisco ha hecho permanente hincapié en la necesidad de dar cobertura a las clases más
pobres y desfavorecidas, a quienes más carecen de lo elemental, a aquellos
cuya dignidad humana es puesta en entredicho en una sociedad en la que parece
que se vale en función de lo que se tiene. También otros sectores que venían
siendo tratados con distancia, como los divorciados o los homosexuales, han recibido
palabras de consuelo, comprensión e incluso apoyo por parte del Papa.
Pero no se ha quedado en las meras declaraciones. Ha demostrado
ser un hombre de acción, que pretende dar pasos concretos para apoyar a los más
desfavorecidos y denunciar a quienes violentan la justicia social. Este pasado
sábado, sin ir más lejos, ha denunciado en Nápoles, tradicional feudo de la
Camorra, “las lisonjas del beneficio fácil y deshonesto”, señalando que “una
sociedad corrupta apesta” y “no es cristiano quien se deja corromper”. Tras
celebrar una misa ante 60.000 personas, el sumo pontífice se trasladó a una
cárcel cercana para almorzar con 90 reclusos, entre quienes había una decena de
transexuales y homosexuales instalados en una sección especial de la prisión.
Francisco demuestra día a día que no se quiere limitar a las
declaraciones de intenciones, que desea ir mucho más allá. La Iglesia, acosada
por escándalos económicos y por numerosos casos de abusos sexuales, necesitaba
un cambio radical, un acercamiento a los más necesitados, a quienes más sufren,
una vuelta a sus orígenes. Solo así recobrará la credibilidad perdida a ojos de
muchos creyentes, y el actual obispo de Roma está haciendo ese recorrido difícil
y complejo con gran naturalidad y convicción. La Iglesia debe dar permanentes
muestras de servicio, de denuncia de las injusticias, de apoyo a los
desheredados, a los marginados, con un mensaje social avanzado, puesto al día.
Se está caminando en esa dirección. Es de justicia reconocérselo a un Papa
distinto, en las formas y en el fondo.
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