He leído con verdadero placer el libro “Plástico: un idilio tóxico” (Plastic: A toxic Love Story), de Susan Freinkel, una experta periodista norteamericana que nos avisa de que nos aproximamos a un punto crítico en nuestra dependencia del plástico, un material al que odiamos sin dificultad pero sin el que ya nos es imposible vivir. Hasta tal punto esto es así que el plástico se ha convertido en símbolo de nuestro tiempo.
El libro comienza así: “En 1950, una fábrica de juguetes de Filadelfia, EEUU, inventó un nuevo accesorio para los aficionados a los trenes eléctricos: kits con edificios de plástico ensamblables para construir una ciudad llamada Plasticville. Los muñecos de plástico para poblar la ciudad eran opcionales”. Es el comienzo de una historia que no sabemos cómo acabará. El plástico es a la vez un gran y un nefasto invento. Basta con echarle un ojo a ciertos paisajes y ver las ramas de los árboles pobladas de bolsas de plástico ondeando al viento; o a los fondos marinos y a los surcos de los ríos poblados de botellas de plástico. No debemos olvidar, sin embargo, su uso irremplazable en medicina o la seguridad que ofrece un buen cinturón de seguridad en los vehículos. En definitiva: plástico para lo bueno y para lo malo.
La pregunta para la reflexión cae por su propio peso: dado que, a la vista de hasta qué punto se ha hecho imprescindible en nuestras vidas, prescindir de él es una utopía, ¿es posible seguir utilizándolo obteniendo de él los beneficios que reporta sin que la naturaleza en su conjunto deba soportar sus muchos inconvenientes? Me temo que, además de sentarnos pacientemente a esperar que alguien invente un material que lo sustituya a la vez que evite sus inconvenientes, todos debemos hacer un trabajo permanente de reflexión y grabarnos a fuego la palabra “compromiso”.
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