Desde que falleció el pasado 5 de diciembre, ríos de tinta y horas de
radio y televisión se han consumido para glosar la vida y la obra del
que puede pasar a la historia como el hombre más admirado y más
inspirador de la historia universal contemporánea. Se ha hablado de sus
cualidades como líder, de la autoridad moral que alcanzó con sus
palabras y con sus hechos, y del extraordinario ser humano que resultó
ser teniendo en cuenta la vida que le tocó vivir.
A mí, sin dejar de lado esas cuestiones que, obviamente, me parecen
muy reseñables, me importan todos aquellos aspectos que le aproximan al
suelo, que le hacen de carne y hueso, más allá del personaje y del mito.
Por eso, me interesa saber que no fue demasiado buen estudiante (quizá
porque se metía en demasiadas “guerras”), y que le costó hacerse
abogado, todo ello pese a que en el momento de su muerte acumulaba más
de 50 doctorados honoris causa de universidades de todo el planeta.
Paradojas que él seguramente sobrellevó con el mejor espíritu.
También me importa saber que tuvo sus más y sus menos como marido y
como padre, que no pudo ver crecer a sus hijos, y que se las tuvo tiesas
con sus nietos. Me interesa saber que le gustaban el pollo y los
callos, como a cualquiera. Que le gustaba bailar, y que esa faceta,
junto a su sonrisa permanente, era una de sus armas políticas más
efectivas. Y que los más de mil premios, títulos honoríficos,
galardones, reconocimientos, etc., etc., que recibió en la última etapa
de su vida no parecieron haberle cambiado. Claro que, muy probablemente,
ese estilo coherente se forjó en los 27 duros años que pasó en la
cárcel, donde también supo soportar tentaciones de todo tipo: cuentan
que, por lo menos en tres ocasiones, le propusieron la libertad
condicional a cambio de renunciar públicamente a su ideario
antiapartheid. No es necesario decir que rechazó la oferta en todos los
casos.
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